Un gran político ya en la vejez me dijo un día: “La
experiencia es lo más inútil en la vida, por lo menos en Venezuela, porque
cuando la tienes no te sirve de nada. Ni siquiera te consultan, y si acaso lo
hacen no siguen tus consejos.” Como soy optimista espero que alguna utilidad
tengan los consejos, fruto de mi experiencia, que voy a dar, sin que nadie me los
haya pedido, pero que me siento obligado a darlos en víspera del cambio
político, que así lo veo, interesado como estoy de que, por fin, haya en
Venezuela una democracia estable, moderna y próspera.
Comenzaré por la corrupción. En 1984 fui elegido
Magistrado del Consejo de la Judicatura por cinco años (hasta 1989), quizás por
haber sido antes presidente de la Federación de Colegios de Abogados de
Venezuela, el gremio nacional de la abogacía. Acepté con la ilusión de
enfrentar, derrotar y liquidar la corrupción judicial. El derrotado fui yo,
porque la corrupción es en Venezuela un super-poder y la judicial uno de sus
brazos ejecutores. Aprendí entonces que el sistema judicial había sido diseñado
para la corrupción, incubada como cuota política. Cada magistrado o juez
corrupto tenía un padrino político, que a su vez dependía de un financista con
intereses y debía atender a una clientela electoral. Y, por contrapartida, el
magistrado o juez verdaderamente independiente era un ser desamparado, un ánima
sola sin dolientes, víctima fácil de la intriga o de la venganza de los
afectados por sus sentencias. Entonces aprendí lo que debe hacerse, asimilando
la experiencia del modelo europeo de gobierno judicial y carrera judicial.
No escarmenté y luego en los años 1995-1997 cometí el
mayor error de mi vida. Ejercía el cargo de Procurador General de la República
cuando el Presidente de la República me propuso hacer el trabajo que ningún
funcionario había aceptado por cobardía. Consistía en enfrentarse a los
banqueros incursos en corrupción financiera, causa de la crisis sistémica de la
banca que amenazaba hundir a la democracia. Acepté, a pesar de que, a
diferencia del Fiscal General y del Contralor General, no tiene el Procurador
atribuciones constitucionales ni legales para ello, lo que obligaba a actuar en
un prolongado estado de excepción como en efecto se hizo. Lo hice porque lo
consideré un sacrificio necesario para salvar la democracia. Creí entonces que
contaría con el apoyo unánime del Ejecutivo y de los otros poderes públicos. Me
equivoqué. Comprobé otra vez que la corrupción es un super-poder que está por
encima de todos los poderes públicos, porque a todos los controla o los penetra,
a tal extremo que a un presidente honesto lo hace rodear por una camarilla
palaciega corrupta encargada del trabajo sucio en contra del que la combate. Y,
seamos claros, el núcleo duro de este super-poder es la corrupción
político-financiera, la imbricación entre políticos y financistas. Al darme
cuenta de que no podía vencer a esta coalición de fuerzas, renuncié al cargo
que nunca debí aceptar.
Si en la democracia la corrupción era un super-poder
oculto o de facto, ahora es gobierno. En la nueva etapa histórica la lucha
contra la corrupción debe comenzar por acabar con la narcotiranía de la
delincuencia organizada, echándola del poder político, y enseguida tomar las
medidas para que no vuelva jamás. Con esta intención daré los consejos que me
siento obligado a dar a los jóvenes que van a asumir el poder en la transición
con el deseo de que tengan éxito.
LAS 7 PLAGAS (1)
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